miércoles, 7 de septiembre de 2016

Infinita.

Siento la frialdad en los número y en los papeles, en esos banquillos de la sala de interminable espera, espera que al acabar te conduce solamente a un peor recinto, claramente una habitación que tendrá paredes de un gélido blanco y tratarás con personas de corazones azules y manos de hielo, su voz de ventisca dirá palabras que enfriarán tu condición, tomarás una lapicera hecha de nieve y firmarás un copo de nieve, obviamente con tinta azul y fría. Tu corazón latirá dentro, somnoliento e intermitente, quizás tus ojos derramen un poco de agua nieve, porque fue y no volverá a ser, porque estuvo y ya no estará, porque esta espera no tendrá un final, será infinita y congelante.
Las personas tenemos esta cuestión de humanidad, esto que se llama calidez, eso mismo que mantiene el cuerpo en sus preciosos 36 grados a temperatura ambiente, esa cosquillita que se transmite con un gesto, una palabra, un beso, un abrazo, un consuelo. Pasamos la vida convidando y recibiendo calor, compartiendo el calor, creándolo, es algo con lo que nacemos, algo con lo que crecemos, que siempre es constante en nosotros, salvo por alguna que otra excepción como puede serlo una pequeña fiebre, en la que el cuerpo aumenta aún más su temperatura. No quiero que me malinterpreten, no hablo sólo de un fenómeno físico, hablo de este calor humano que va mucho más allá de la ciencia, hablo del calor del alma, de los sentimientos, de ese calor que usualmente se camufla con la calidad humana, cuando la palabra correcta que aquí cabe es calidez. Lo trágico de esta belleza, como en toda tragicomedia que es la vida humana, es que al perecer, transformamos a esa calidez humana en unos espantosos trámites invadidos de números y papeles que se ocupan de traspasar ese calor en bienes distribuibles entre los que quedaron, lo penoso es que el reparto no icluye la porción de calidez humana que dejó aquí quien se fue, solo deja la gélida herencia material o monetaria, y los mil y un trámites a realizarse para certificar que la persona esta muerta. Muerta si, bien muerta, no se preocupen por tener un poquito de compasión, para qué si ni conocían a quien murió.
Monstruos feroces y llenos de bestialidad, los seres humanos creen ser superiores mientras ignoran que son los animales más abominables, no he visto jamás a un animal que deba llorar el fallecimiento de un ser querido sobre fotocopias por triplicado ni turnos de ninguna índole, ni he visto que otros animales les impongan la obligación de recordar constantemente hasta la finalización del papeleo que un ser amado no volverá a su forma terrenal.
No comprendo aún como hemos transformado un fenómeno tan complejo como la vida en números, tanto en vida como no, no somos nuestro nombre, somos un número de documento, de edad, de fecha de nacimiento, de kilos, de altura, de talle y calzado, de teléfono, de lugar que ocupa en la familia, de la lista del jardín, el colegio y la facultad, de legajo, de departamento y hasta incluso de la altura de tal calle.
Critiquenme por ir encontra del todo, pero yo no soy ni quiero ser un número y quisiera ir a gritarle a algún responsable en la cara que mi abuela nunca fue un número, que fue muchas cosas, muchas bellas cosas, pero nunca fue un número y aunque ahora no esté acá, no es un número, es el ángel más hermoso que puede tener el cielo, no me la vengan a matemátizar, porque los únicos números atribuibles a su persona son todos infinitos. Infinitos abrazos que regó en nuestra familia, infinitas pecas que la decoraban, infinitas palabras que resuenan en mi interior, infinitos besos, infinitas noches que me leyó infinitos cuentos, infinitas galletas con queso, infinitos regalos, infinitas llamadas por teléfono, infinitos recuerdos. Entonces señores, les pido que no hagamos ridiculeces y si vamos a hablar en serio, mi abuela en vida fue una persona infinitamente bella y gracias a Dios, ahora es pura y literalmente infinita.

Macarena.-